En la segunda mitad de los sesenta, el Torino parecía rehacerse por fin de la catástrofe de Superga de la mano de un genial jugador, Gigi Meroni. Era una réplica futbolística exacta del inglés George Best. Poeta, músico, amante de los Beatles y del jazz, melenudo, rebelde, icono social, gafas amarillas e ídolo de las masas.
El seleccionador de Italia por aquel entonces, Edmondo Fabbri, le amenazó con no llevarle a la selección si no se cortaba el pelo. Nunca se lo cortó, pero aun así tuvo que llevarle por razones más que evidentes. La Juventus trató de ficharlo, pero se formó tal revuelo en la ciudad que el fichaje se desvaneció por la presión popular.
Tras el cuarto partido de la temporada 1967/68, en la que el Torino parecía aspirar a todo y que finalizó con un 4-2 favorable al conjunto de Turín ante la Sampdoria, ocurrió una tragedia que nadie podría imaginar.
Meroni, que paseaba tranquilamente por un bulevar del centro de Turín junto a su compañero Poletti. Cruzó imprudentemente, y un FIAT Coupé 124 le atropelló; salió rebotado contra una moto Aprilia que pasaba muy rápido, quedando el futbolista enganchado a ella y siendo arrastrado casi cincuenta metros.
La moto la conducía un muchacho llamado Attilio Romero, de diecinueve años, que resultó ser un tremendo fan de Meroni. Un coche trasladó al futbolista al hospital, pero falleció horas más tarde.
Más adelante, el joven Attilio, el conductor que lo había atropellado fue absuelto. Treinta y tres años después y tras un giro increíble del destino, Attilio Romero alcanzó la presidencia del Torino. Se había convertido en un importante ejecutivo de la FIAT, llegando a ser presidente del club de sus amores.
Para él, seguro que era algo que buscó desde siempre, pero después de «aquel desafortunado incidente» pudo darse cuenta de que no le habían perdonado del todo, ni la familia del futbolista ni tampoco parte de la afición. Sin ir más lejos, la novia de Meroni empezó a aparecer en programas de televisión mostrando su malestar con el que consideraba asesino de la que había sido su pareja. Pero también la afición, en las malas tardes y cuando las cosas no salían bien, se encargaban de recordarle que fue él quien mató a Meroni.
Todo esto terminó por cansar a Attilio, que poco después de un año en el cargo decidió dejar la presidencia y pasar a un segundo plano. La sombra de Meroni le persiguió por siempre.
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